Portada 3

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miércoles, 23 de diciembre de 2015

Cuento de Navidad


Juan aprendió muy joven lo que es la responsabilidad, hijo de emigrantes chinos, su infancia discurrió entre la escuela y la tienda de alimentación que regentaban sus padres. Apenas tenía tiempo para hacer amigos, entre las estanterías de los refrescos buscaba un hueco para poder hacer los deberes y cuando acababa, echaba una mano atendiendo o si no había clientela, veía la televisión achuchado junto a sus padres.

Juan era buen estudiante, no de muchos sobresalientes, se empleaba a fondo en aquellas materias que le gustaban y en las que no eran de su agrado no solía tener problemas para llegar al aprobado, aunque fuese raspado. Pero si había una cosa que le gustaba mucho a Juan, era el fútbol. En cuanto se quedaba solo delante del ordenador se metía en YouTube a ver jugadas de sus futbolistas favoritos, a escuchar el ambiente de los estadios de Primera, a ver al gentío que se desordenaba en el caos cuando se marcaba un gol. Así pues, en los recreos del colegio, como hacía con sus asignaturas favoritas, Juan se empeñaba y perseveraba intentando reproducir los regates, los controles de balón y los pases que no podía parar de ver en internet. Los múltiples partidos que se jugaban a la vez en el patio no hacían sino aumentar su habilidad con el balón en los pies al tener que esquivar a decenas y decenas de chavales. Enfrentarse a la elección de jugadores en el patio del colegio cuando eres un niño te da la medida de cómo te ven los demás, de la estima que te tienen, es una de las pruebas que tiene que pasar todo aquel que quiera sobrevivir en un entorno de adolescentes y Juan la pasaba de sobra.

Zurdo cerrado, Juan no tardó en llamar la atención del director de fútbol de su colegio. Un sábado por la mañana le convocó para probar con el equipo de la escuela, engañó como pudo a sus padres para poder asistir y se presentó en el patio de la escuela junto a otros 21 chicos, no en vano la prueba consistía en un partido, once contra once. Juan no jugó como sabía, dejó detalles, pero al fin y al cabo era normal, no había jugado nunca con los otros diez que formaban su equipo, muchos de ellos fueron seleccionados por el barrio. Al final, se quedaron para jugar de extremo izquierda con un chico inglés, hijo de un empleado de la embajada británica, del que se decía había jugado en las categorías inferiores del Arsenal de Londres.

El rechazo, lejos de hundir a Juan, le hizo insistir una y otra vez hasta que un equipo le quisiera, hasta que encontró a uno en el que le acogieron con los brazos abiertos, fundamentalmente porque era el mejor jugador, de lejos. Consciente de que él solo no iba a ningún lado, enseñaba todo lo que sabía a los que peor jugaban, les enviaba los vídeos que se sabía de memoria por facebook, les corregía en los entrenamientos: su meta era llegar a formar un equipo, unidos por una idea de juego, solidario a la vez que competitivo.

Empezaron mal la temporada, pero según iban pasando las jornadas las piezas del equipo de Juan iban encajando cada vez más y más. Remontaron posiciones en la clasificación a la vez que aumentaba la expectación por ver a ese equipo, liderado por un chino zurdo, que era tan difícil de batir. Llegaron a la final del campeonato... contra el equipo de su colegio, aquel que no le aceptó en sus filas.

                                                            


Más allá del posible rencor, Juan concebía el fútbol como un conjunto de oportunidades, había que ser lo suficientemente listo y fuerte para saber aprovecharlas y ahora se presentaba una de ellas. Le sorprendió que quien le quitó el puesto en el equipo del colegio, el chaval inglés del Arsenal, jugaba ahora de lateral derecho y más que habiendo pasado una larga temporada en la gran ciudad, se dirigía a sus compañeros en inglés. Juan se acordó de inmediato de sus padres, llegados del Lejano Oriente y en apenas unas pocas semanas ya se entendían con los clientes de su tienda en su propio idioma.

La final estaba transcurriendo sin sorpresas, el equipo de Juan se defendía muy bien y movía el balón con soltura y atrevimiento. Llegaba con claridad al área contraria. El equipo del colegio de Juan no se quedaba atrás, pero no parecía que iba a ser el día de los delanteros.
Nuestro jugador zurdo se fue haciendo dueño y señor del partido, solidario en el esfuerzo defensivo, ayudaba en el centro del campo y rompía por la banda la defensa rival. Hay quien piensa que hacer una entrada fuerte es un simple lance del juego mientras que quien hace un túnel, un sombrero o un espectacular regate es un provocador que se ríe de su rival. Uno de estos últimos fue quien se cargó a Juan para el fútbol: luego de recoger el balón en su propia área, Juan arrancó por su banda, regateó a quien le salía al frente, bicicletas o ruletas no tenían secretos para él, cuando se disponía a ejecutar al portero de un potente zurdazo el último defensa llegó al corte con los tacos a la altura de la rodilla. Escalofriante. Todos, jugadores y público quedaron en silencio.
Nadie reaccionaba hasta que un padre que estaba de espectador acertó a llamar a una ambulancia ante los gritos de Juan.

Lejos de quejarse, nuestro zurdo asumió su destino y supo aprovechar las oportunidades que su lesión le ofreció: conoció a la mujer de su vida mientras se recuperaba de su lesión, una chica oriental cuyo rostro parecía sacado de una figura de porcelana. Aunque tuvo la oportunidad de ir a la universidad, prefirió hacerse cargo del negocio familiar y ayudar a sus padres a jubilarse. Ahora, mientras regenta su propia tienda de alimentación, enseña a su hijo los vídeos de fútbol que él mismo veía cuando tenía su edad mientras éste sueña con pegar el balón a su zurda mientras corre levantando la cal de la banda.








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